Cuenta la leyenda que fue el Castillo de Blimea casa de señorío y misericordia, dando sustento a quien desfallecía y cobijo a quien lo necesitaba, cualquiera que fuese.
El dueño del Castillo era un noble hidalgo, señor de todo el valle, hombre misericorde y tranquilo, que tenía por una de sus costumbres asomarse a las almenas para contemplar sus dominios, prefiriendo estos pasatiempos tranquilos, a la ferocidad de la guerra.
El buen hombre tenía solo una hija, como suele ocurrir en la gran mayoría de las leyendas, de nombre Florinda, a la que todos los habitantes de la comarca querían, por su virtud, su piedad y su belleza.
Florinda era pretendida por todos los infanzones de los alrededores, que desfilaban diariamente hacia el castillo en bellos corceles, con la esperanza de conseguir la mano de tan hermosa beldad, quizá la joya mas preciada que su padre poseía.
Sin embargo, ninguno se había ganado el amor de la muchacha, y tampoco atrevianse a decirle nada mas, conformándose con su amistad, y queriéndola en la distancia, esperando y rogando, que algún dia cambiara de parecer.
Solo el señor de Buelga (Parroquia de Ciaño, en Langreo), no cejó su empeño, y poco a poco fue ganándose la simpatía y la complicidad del noble de Blimea, hasta que éste al fin, le otorgó la mano de su hija en matrimonio. Pero, como se verá a continuación, era ya, demasiado tarde.
Cierto día, llamo el padre a la hija, y le comunico la decisión de que se desposase con el señor de Buelga. Los ojos de la joven se ensombrecieron, y las lágrimas acudieron a ellos. Su padre, sorprendido y apenado por la reacción de la doncella, a la que adoraba mas que a su propia vida, y nunca quiso causar pesar alguno, le pregunto que el motivo de esa repentina angustia.
Florinda, aun con la voz ahogada por la emoción, pero firme y resuelta, confeso a su padre que su corazón ya lo había entregado a otro hombre, que era imposible desposarse con tan afamado pretendiente, ya que moriría de pena.
El anciano hidalgo quiso saber su nombre y si tenía un buen linaje, como correspondía a su hija, por la noble cuna en la que había nacido, quizá pensando que, tampoco sería tan grave cambiar a un novio por otro, ya que si el elegido de su hija tenia buena cuna, como era tradición en esos tiempos, preferiría poder hacer feliz a su hija, ante todo, otorgándole su deseo.
Pero la joven bajo los ojos, sin responder, y al padre se le heló el corazón. No podía ser. Su hija se había enamorado de un labriego. El buen hombre, tuvo un momento de debilidad y furia, ya que por propio egoísmo paterno, aspiraba para su hija un noble de gran prestigio y linaje. ¿Cómo iba a casarse su hija, su única heredera, con alguien que no perteneciese a la nobleza?
Un rugido se oyó por los pasillos del castillo: “¡¿Un villano?!”. Durante interminables minutos, podía oírse la voz del conde relatando toda clase de “lecciones” que daría a ese desgraciado que había osado enamorar a su hija.
Florinda, sorprendida por ver a su padre así, y con el miedo metido en el cuerpo, juro y perjuro que jamás le diría su nombre, y que primero se mataría antes de desposarse con otro que no fuera su amado. Y se encerró en un mutismo total.
El hidalgo de Blimea aun seguía montado en cólera, viendo peligrar su reputación y su patrimonio, que se veria aumentado con el pretendiente que había elegido para su hija, y amenazó a ésta de meterla en un convento a la espera de sus esponsales, advirtiéndola que ni se le ocurriese volver a mencionar al villano, aunque estuviese sóla.
Como la hija no daba su brazo a torcer y su mutismo y actitud eran desafiantes, el hidalgo de Blimea, mandola encerrar en un torreón hasta el dia señalado, y mandó recado al de Buelga, ratificándole su consentimiento y metiéndole prisa para la boda.
Pasaban los días, y en el castillo la agitación era grande, por los preparativos de la boda de Florinda y el señor de Buelga. Todo tenía que estar perfecto. Nadie reparaba en un apuesto joven que andaba por aquellos pasillos como alma en pena, mirada baja y dolor en su rostro. Llegado el gran día, el castillo relucia por el acontecimiento que se celebraría en unas horas, pero, a primera hora de la mañana, unos fuertes golpes sonaron en la puerta.
El señor de Blimea, seguido de su sequito, corrió a abrir la puerta, extrañado por los golpes tan fuertes, temiendo que algo hubiese sucedido en sus tierras.
Su sorpresa fue en aumento, al encontrar a un apuesto joven, servidor suyo, que con semblante emocionado y terriblemente apenado, sostenia un cuchillo manchado de completamente manchado de sangre . Ante las angustiosas preguntas del noble, contó, balbuceando y como pudo, que amaba y era amado desde la mas tierna infancia por una mujer, cuyo padre obligaba a casarse con otro, y, no pudiendo soportar esa pena, le pidió morir de su mano, ya que le era imposible casarse con otro que no fuese él. Y él, le dio muerte.
El noble, horrorizado, le pregunta el nombre de la desgraciada, aunque sintió en su corazón como el puñal de la cruda certeza lo cortaba en dos. No tenia dudas, y antes de que el mozo contestase, el hidalgo lo supo: era su hija.
El señor de Blimea suelta un alarido que se oye en todo el valle, esta próximo a volverse loco de pena y de furia, sus piernas no le sostienen, sus ojos desorbitados, el corazón roto en mil pedazos. Es sujetado por varios de sus hombres, presa de un dolor, una pena y una rabia tan grandes que es próximo a perder la razón. Pero en el fondo de su ser, sabe que él mismo tiene parte de la culpa de tan horrible fin de su hija. Algo le dice en su interior que no puede amarse a la fuerza, y que quizá este terrible suceso sea el castigo a esos momentos de locura, donde, perdiendo el buen sentido, enterró la felicidad de su pequeña en beneficio del poder y el “qué diran”. Cuenta la leyenda, que reponiéndose levemente, miró al labriego y le perdonó la vida. Su casa era señorio de misericordia, y no eso no cambiaría nunca.
El joven, llenándosele los ojos de lágrimas, agradeció la misericordia del noble, y confesándole que no podía vivir sin Florinda, blandió de nuevo el puñal, aun chorreando sangre de la doncella, y se lo hundió en el corazón, muriendo al instante, cayendo su cuerpo a los pies del Señor de Blimea, quien miraba impotente el resultado de su egoísmo.